“Hay algo aquí que no empieza
a la hora de siempre.
Hay algo que no ocurre
como debería”.
Aún quedan sus pelos. En la ropa, en los muebles,
en mi cama. En los sillones y los cojines. Debajo de los muebles, en los
guardapolvos. En los rincones y ranuras donde me cuesta maniobrar la
aspiradora. Me quedan los pelos y su collar. Una correa de cuero –o imitación de
cuero o cuero ecológico- rojo, con un pañuelo coqueto en rojo y blanco. Lo
elegí porque se veía bonita con ese collar, en armonía con sus propios colores.
Alguna vez una de mis tías dijo que los gatos
colorines traían suerte. Me acordé de eso poco tiempo después que llegó la
Betina, y por si las moscas, por si las supersticiones resultan ser verdades
concretas, jugué algunas veces el Loto con patéticos resultados. Aunque también
me gané un bolso y un secador de pelo en una rifa en la pega. Y 600 pesos en el
Kino que me compré la semana pasada, la última que viví con ella.
Mala suerte en el juego, excelente en el amor de
las gatas colorinas. Estoy segura de que la Betina me amó o al menos, me dio
amor desde la primera vez que nos vimos. Apenas entré a la gatera para mirar a los mininos. Sus insistentes maullidos
me atraparon en segundos y solo tuve ojos para ella.
Fue un fulminante amor a primera vista. Antes de
que abrieran la jaula para que pudiera tomarla. Y ya estaba totalmente
enamorada cuando la dejé en el suelo y caminó hasta las jaulas de los cachorros,
que la llamaron apenas la vieron desplazándose libre.
Antes de conocerla, pensé que la llamaría “Dama”
por una canción. Sin embargo, ella se llamaba Betina, un nombre que jamás se
me habría ocurrido ponerle. Y lo conservó porque tenía cara de Betina, y cuerpito de Betina y
ronroneaba como Betina, mostraba su guata de Betina y sus prrrr prrrr y sus
miau miau eran prrrr prrrr y miau miau
de Betina.
Pasaron tantas cosas entre ese 11 de enero y el 4
de noviembre. Todas durante este 2014. Cosas lindas como una gata entrando en
un departamento semi vacío, una gata moviendo sus bigotes y oliendo ese nuevo
espacio. Una gata saliendo al balcón y reconociendo una nueva caja de arena. Una
gata pasando de largo por la camita que le compré, una gata subiéndose rauda a
la mía, acomodándose a mi lado, desde donde no se movió prácticamente jamás.
Una gata ronroneando, subiéndose a mi regazo, pasando su lengua de lija por mi
brazo, como si mi brazo fuera su gatito bebé.
Y pasaron también las noches de maullidos de
bienvenida, la insistencia de restregarse contra mis piernas apenas yo entraba
a casa, el afán de no quedarse tranquila hasta que la tomara en brazos,
rascándole el cuello y la cabecita. Las juntas con amigas donde ella maullaba
como si estuviera opinando, mientras se acomodaba con desparpajo en las piernas de alguna
visita. Y el cariño que me dio con total generosidad, abriéndome su precioso
corazón y aceptándome tal y como soy. Limpiándome penas añejas y dándome nuevos bríos.
Pero hubo también cosas feas, como la pérdida de
apetito, la fiebre fulminante de un día de octubre, la lucha para suministrarle
un tratamiento de diez días de antibióticos. Su agotamiento y respiración agitada
del 1 de noviembre, su última vez en el hogar. Y la tarde triste y del terror
en un hospital veterinario durante un feriado, el día después de Halloween. Y la
angustia por encontrar un gatito que nos regalara sangre para transfusión el
domingo. Y el miedo de lunes por la mañana por tres diagnósticos infames
relatados por teléfono. Y el agobio de una conversación en persona con la
veterinaria, el lunes por la tarde, cuando vi una radiografía donde aparecía el
corazón de Betina, inmenso, mientras una voz me explicaba el tremendo esfuerzo que estaba haciendo
el cuerpecito de mi gata para mantenerse con vida.
Ese lunes tuve la certeza de que se iba a
morir. Pude verla un ratito en la tarde. Abría por ratitos la caja de plástico
donde la tenían para mantenerla oxigenada, instantes en que me acercaba la
cabecita o el cuello para que se los rascara. Esa tarde y durante la mañana del
martes, mi gata dio la pelea. Hasta el mediodía, cuando bajó los brazos.
Han sido duros estos días sin ella. Duros porque me
acuerdo de sus maullidos, sus ronroneos, sus siestas al lado mío, su emoción al
notar que estaba cocinando atún, carne o pollo. Y también porque a ratos no me
acuerdo de que está muerta y hago el amago de salir al balcón, a limpiar al arenero. O
miro bajo el mesón y ya no está el
pocillo con pellets. Y en las noches el sueño se me esconde porque falta la que
ronronea.
Es triste y por eso –a riesgo de sonar cursi o
ingenua- me aferro a la idea de que los gatos tienen siete vidas. Pienso que la
Betina quizás solo se ha gastado una, que le quedan otras seis, porque podrían ser
seis nuevas posibilidades de volver a encontrarme con ella.