jueves, 18 de agosto de 2016

19 de agosto (diez años después)

Yo calculo que ella regresó semanas después, cuando la pena estaba viva y creciendo. Volvió y se instaló en mis sueños. Soñaba seguido con ella. Ya no recuerdo el detalle de lo que soñaba, pero siempre estaba el mismo temor latente: que en cualquier momento, ella se moría de nuevo. Aunque fuera más jovial de costumbre o estuviera en historias ingenuas, como la vez que construímos un autito a escala, con puras tablas viejas, y competimos con otra gente, en plena carretera.

Al principio yo me desconcertaba y trataba de explicarle que esto no era posible: que había fallecido y que los muertos no regresan. O al menos, no de esa forma. Pero ella, en mis sueños, como si nada. Estaba cómoda siguiendo las leyes de ese espacio improbable en el que empezó a habitar. Así que de tanto dormir, perdí los temores y mi madre seguía con vida.

No soñaba todos los días con ella, pero su presencia era frecuente, tanto que pasó a ser cotidiana. Lo pasábamos bien. Además del autito de madera, cocinaba los dulces de siempre (alfajores rebozantes de manjar, la mayoría de las veces); íbamos a la feria o al supermercado, a Ovalle, a la playa o nos tirábamos  asolearnos al costado del río, como lo hicimos varios veranos a la orilla del Elqui.

En cambio, casi todo era triste en el estado de vigilia. Una pesadez que en mi casa no sabíamos muy bien cómo sobrellevar. Hubo que acostumbrarse a hacer las cosas de otro modo, probar otros sabores en la comida (un poco desabrido cuando era yo la que cocinaba), crear otros rituales, nuevas rutinas, nuevas responsabilidades. Acostumbrarse a no verla más.

En mis sueños ya no tenía miedo de olvidar la forma cómo sonreía, o como achinaba los ojos cuando bromeaba. Pasé algún tiempo obsesionada con no olvidar su tono de voz, las inflexiones, su manera de desplazarse, con los hombros caídos y el paso rápido. Y todo lo que despierta creía perdido, lo recuperaba cuando dormía.  

Pero así como llegó, un día, poco antes de que me viniera a Santiago, ella decidió que era hora de irse. No fue que muriera de nuevo, como tanto temía en mis sueños. Fue algo como tomar sus cosas y decir “ya, chao, niñas, cuídense mucho”. Y abrir la puerta, pasar el umbral y cerrarla.

No sé muy bien para dónde voy con todo esto. Quizás quiero recordar la sensación de alivio que sentía cuando dormía y mi madre estaba allí, resistiendo a la muerte en mis sueños.

martes, 2 de febrero de 2016

(Feroz)

Sólo acepté que esto se salió de mis manos la primera vez que le pinté las uñas. Antes de ese día -cuando me dejó elegir un fucsia vibrante-, me aferraba a la ilusión de que cada una de mis derrotas eran parte de mi estrategia para superar un juego de dos contrincantes.

Al principio me pareció una muchacha común. Linda, por supuesto, pero no más que muchas otras presas que había cazado en los últimos años. Si ese día no hubiera llevado esa capa roja, tal vez no hubiese sido capaz de reparar en ella, en ese atadito de huesos de aspecto frágil que se movía con cautela en medio del bosque.

Fue el aburrimiento lo que me acercó a ella. Partí jugando el único rol que aprendí, el de depredador. Apenas me presenté, ella cayó encantada en mis redes. Habíamos librado una contienda muy desigual, donde yo me impuseo irremediablemente.

La prepotencia no me dejó ver lo que ahora es evidente: que la trampa estaba puesta del otro lado. Al principio me divertía su ternura, su necesidad de aferrarse a mí mientras dormía. Me mareé con la devoción que me profesaba, sin darme cuenta que mientras ella ganaba terreno con su aire de inocencia y sus falditas leves, yo perdía mis cuotas de control.

De un día para otro nos fuimos a vivir juntos, en la casita que había heredado de su abuela. Allí, en ese espacio que tan bien conocía, empezó a cambiar la piel, como las culebras. Ya no era la criatura débil que reclamé para mí: ahora era yo el que no concebía vivir sin ella.

Una noche, mientras dormía, tuvo la osadía de ponerme un collar en el cuello. Desperté atormentado por el peso nuevo sobre mis hombros y quise reclamar por la afrenta. Sin embargo, desarmó mis alegatos enumerando las posibilidades eróticas de la situación. Entonces se quitó la ropa y se abalanzó sobre mí, mientras yo me dejé querer, fingiendo ignorar lo irreversible de mi derrota.

Así fue cómo me convertí en un quiltro sumiso, pero solo me di cuenta cuando accedí a su petición más insólita: “pintame las uñas, lobito”. Desde entonces, todos los domingos, me toca retirar el esmalte, pasarle la lima, sacarle las cutículas. Muevo la cola cada vez que me permite elegir el color nuevo y suplico mentalmente porque no concrete la idea de traer a casa a sus amigas, para que ponga en práctica mis dotes de manicurista.  


martes, 27 de octubre de 2015

Cosas que aprendí viviendo con gatos

-Cuando un gato quiere, quiere. Cuando un gato no quiere, no quiere (parafraseada a Redolés).

-Los muebles y el papel mural son pasajeros. Solo las bolas de pelos son eternas.

-El cascabel suena bonito al oído que lo escucha, pero agobia al cuello que lo porta.

-Agua que no has de beber, déjala correr (es decir, derrámala sobre el piso flotante o tírale pellets encima. O mejor aún, mete las patas dentro del tiesto y deja huellas húmedas en el suelo).

-Las mejores siestas son las que se duermen sobre ropa negra.

-No hay amor más fiel que el de las gatas.

-Si escarbas con mucha fuerza en la caja de arena, puede que alguna vez llegues a China.

-Lamerse el pelaje no es toc. Lamerse el pelaje no es toc. Lamerse el pelaje no es toc. Lamerse el pelaje no es toc. Lamerse el pelaje no es toc. Lamerse el pelaje no es toc. Lamerse el pelaje no es toc. Lamerse…

-El mejor momento para jugar con escándalo es en la fase REM del sueño de otro.

-El mejor momento para dejar de ignorar a un humano es cuando el humano se decide a ver una película en Netflix.

-Las palabras más bonitas del idioma español sirven para nombrar a los gatos. Por ejemplo: Carey.

-El ronroneo espanta el insomnio y cura el mal de amores.

-No es agosto sin maullidos desaforados, como no es septiembre sin alergias y no es diciembre sin pan de pascua.

-Los gatos, como los humanos, se van cuando tienen que irse. Y cuando un gato tiene que irse, una tiene que dejarlos partir.

-Los gatos tienen siete vidas y si les caes en gracia, se las arreglan para coincidir contigo en más de una.  

domingo, 12 de abril de 2015

Derrota


Cada vez que va al centro cívico, doña Raquel cruza en diagonal la Plaza de la Constitución, desde Teatinos a Morandé. Cuando pasa frente a la estatua de Allende, suspira al leer la inscripción en el pedestal: “Tengo fe en Chile y su destino”. "Para qué gastarse tanto, Salvador", dice doña Raquel y enumera: el país está hecho a la medida de lo posible, los jóvenes combatientes se convirtieron en viejos complacientes y las grandes alamedas siguen cerradas, reemplazadas por autopistas concesionadas por donde pasan los automovilistas libres, siempre que tengan plata para pagar el TAG.

jueves, 9 de abril de 2015

Olvido

Algunos días evoco la presión incierta de un abrazo sobre mi cuerpo, cediendo lento a una pasión que parece que me consumió en sueños. Guardo imágenes muy vagas de un paseo nocturno por París, entre Londres y la Alameda; me parece que mis tacos resonaban sobre los adoquines y mis dedos se aferraban a una mano. A veces, desde mi ventana, veo a lo lejos la Iglesia de San Francisco y ansío saber si es cierta esta historia o si la inventé por aburrimiento.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Una humana en un departamento vacío

“Hay algo aquí que no empieza
a la hora de siempre.
Hay algo que no ocurre
como debería”.


Aún quedan sus pelos. En la ropa, en los muebles, en mi cama. En los sillones y los cojines. Debajo de los muebles, en los guardapolvos. En los rincones y ranuras donde me cuesta maniobrar la aspiradora. Me quedan los pelos y su collar. Una correa de cuero –o imitación de cuero o cuero ecológico- rojo, con un pañuelo coqueto en rojo y blanco. Lo elegí porque se veía bonita con ese collar, en armonía con sus propios colores.

Alguna vez una de mis tías dijo que los gatos colorines traían suerte. Me acordé de eso poco tiempo después que llegó la Betina, y por si las moscas, por si las supersticiones resultan ser verdades concretas, jugué algunas veces el Loto con patéticos resultados. Aunque también me gané un bolso y un secador de pelo en una rifa en la pega. Y 600 pesos en el Kino que me compré la semana pasada, la última que viví con ella.

Mala suerte en el juego, excelente en el amor de las gatas colorinas. Estoy segura de que la Betina me amó o al menos, me dio amor desde la primera vez que nos vimos. Apenas entré a la gatera para mirar a los mininos. Sus insistentes maullidos me atraparon en segundos y solo tuve ojos para ella.

Fue un fulminante amor a primera vista. Antes de que abrieran la jaula para que pudiera tomarla. Y ya estaba totalmente enamorada cuando la dejé en el suelo y caminó hasta las jaulas de los cachorros, que la llamaron apenas la vieron desplazándose libre.

Antes de conocerla, pensé que la llamaría “Dama” por una canción. Sin embargo, ella se llamaba Betina, un nombre que jamás se me habría ocurrido ponerle. Y lo conservó porque tenía cara de Betina, y cuerpito de Betina y ronroneaba como Betina, mostraba su guata de Betina y sus prrrr prrrr y sus miau miau eran  prrrr prrrr y miau miau de Betina.

Pasaron tantas cosas entre ese 11 de enero y el 4 de noviembre. Todas durante este 2014. Cosas lindas como una gata entrando en un departamento semi vacío, una gata moviendo sus bigotes y oliendo ese nuevo espacio. Una gata saliendo al balcón y reconociendo una nueva caja de arena. Una gata pasando de largo por la camita que le compré, una gata subiéndose rauda a la mía, acomodándose a mi lado, desde donde no se movió prácticamente jamás. Una gata ronroneando, subiéndose a mi regazo, pasando su lengua de lija por mi brazo, como si mi brazo fuera su gatito bebé.

Y pasaron también las noches de maullidos de bienvenida, la insistencia de restregarse contra mis piernas apenas yo entraba a casa, el afán de no quedarse tranquila hasta que la tomara en brazos, rascándole el cuello y la cabecita. Las juntas con amigas donde ella maullaba como si estuviera opinando, mientras se acomodaba con desparpajo en las piernas de alguna visita. Y el cariño que me dio con total generosidad, abriéndome su precioso corazón y aceptándome tal y como soy. Limpiándome penas añejas y dándome nuevos bríos.

Pero hubo también cosas feas, como la pérdida de apetito, la fiebre fulminante de un día de octubre, la lucha para suministrarle un tratamiento de diez días de antibióticos. Su agotamiento y respiración agitada del 1 de noviembre, su última vez en el hogar. Y la tarde triste y del terror en un hospital veterinario durante un feriado, el día después de Halloween. Y la angustia por encontrar un gatito que nos regalara sangre para transfusión el domingo. Y el miedo de lunes por la mañana por tres diagnósticos infames relatados por teléfono. Y el agobio de una conversación en persona con la veterinaria, el lunes por la tarde, cuando vi una radiografía donde aparecía el corazón de Betina, inmenso, mientras una voz me explicaba el tremendo esfuerzo que estaba haciendo el cuerpecito de mi gata para mantenerse con vida.

Ese lunes tuve la certeza de que se iba a morir. Pude verla un ratito en la tarde. Abría por ratitos la caja de plástico donde la tenían para mantenerla oxigenada, instantes en que me acercaba la cabecita o el cuello para que se los rascara. Esa tarde y durante la mañana del martes, mi gata dio la pelea. Hasta el mediodía, cuando bajó los brazos.

Han sido duros estos días sin ella. Duros porque me acuerdo de sus maullidos, sus ronroneos, sus siestas al lado mío, su emoción al notar que estaba cocinando atún, carne o pollo. Y también porque a ratos no me acuerdo de que está muerta y hago el amago de salir al balcón, a limpiar al arenero. O miro bajo el mesón y ya no está el pocillo con pellets. Y en las noches el sueño se me esconde porque falta la que ronronea.

Es triste y por eso –a riesgo de sonar cursi o ingenua- me aferro a la idea de que los gatos tienen siete vidas. Pienso que la Betina quizás solo se ha gastado una, que le quedan otras seis, porque podrían ser seis nuevas posibilidades de volver a encontrarme con ella.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Betina

Tras la puerta siempre ella. Apenas entro mueve la naricita con curiosidad, me huele, se restriega en mis piernas, y maúlla como si fuera una minina de pocos meses. No se queda tranquila hasta que siente mis manos por su lomo naranja, su guata blanca, su cabeza frágil que se rinde ante mis dedos.

Yo también me rindo ante ella. Más rápido, incluso. Ante su ronroneo, la suavidad de su pelaje, su capacidad de aceptarme tal y como vengo. Parece que no le importa que sea parca, ensimismada, aprensiva, mañosa. Aunque ella sea todo lo contrario: confiada, cariñosa, conversadora (miau, ñau, prrr).

Para ella está bien quién y cómo soy. Tal como vengo.

Vivimos juntas –ella, sus pelos bicolores y yo- hace casi nueve meses. En la noche se acomoda a mi lado. La mayoría de las noches se queda dormida sobre mi estómago, con una de sus patas sobre una de mis manos.

Muchas veces se despierta varias horas antes de la hora en la que dejo programada la alarma. A veces le da por presionar mi cara con sus garritas, para que me despierte y le rasque la cabeza. Otras lengüetea mis brazos como si fuera el cuerpo de un cachorro. De uno suyo.  En otras ocasiones se sube sobre mi cuerpo y me despierta con sus maullidos, como si despertara con ideas que necesita contar. Maullándome sobre la cara, con su aliento con olor a pellet de pescado. .


Así, con esas prácticas, me ha ido limpiando. Antes de que llegara, yo estaba envejeciendo y llevaba un buen tiempo sintiéndome desorientada, desanimada, cansada. Se me estaba olvidando cómo era cuidar o ser generosa y confiada. Me regaló la opción de abrazar cuatro kilos de fragilidad y elegancia. De creer en un cariño incondicional. De querer así como ella: gratis. Me ha apaciguado y se ha ido incrustando en mi mundo como sus inacabables pelos en mi ropa.