lunes, 8 de marzo de 2010

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A veces, la gente que uno quiere se va. A veces, la gente que uno quiere sólo cambia de ciudad y entonces, uno se sube a un bus, a un avión o a lo que sea; recorre distintas cantidades de kilómetros y las visita. Otras veces, son ellos quienes regresan por unos días, días que son fiestas porque uno y la gente que uno quiere se extraña.

A veces, pasa que uno y la gente que uno quiere, cambia. Cambiamos porque crecemos, porque evolucionamos –o involucionamos-, porque tenemos nuevas exigencias o porque se refuerzan las virtudes y los defectos. Aparecen las mañas y se modifican las prioridades. Entonces, a veces, nos desconocemos. Y quedamos perplejos. O nos da lata. Hasta que miramos bien y vemos que entre uno y la gente que uno quiere, todavía hay cariño. Que eso es lo importante, que vale la pena quererse pese a las transformaciones.

Otras veces, es más complejo. Sucede que a veces la gente que uno quiere, la mamá, por ejemplo, se muere. Y uno no sabe muy bien qué hacer. A veces, lloramos de noche, calladitos, para que los demás no se den cuenta; otras, saturamos a otros hablándoles y recontando anécdotas. O escribiéndolas. Otras veces, vamos al cementerio, por mucha rabia que tengamos con quien se murió. Uno se pone egocéntrico y siente rabia porque siente que esa persona nos dejó solos, sin respuestas y sin abrazos y sin besos. Pero al final, a uno se le pasa eso, porque la vida es así y porque antes de irse, pucha que nos quisieron. Y ese cariño se queda con uno y también con quienes parten.

A veces, resulta que uno se equivoca y quiere a quien, a la hora de los quiubos, no le interesa. A quien le da lo mismo. A quien se sintió cómodo con ese afecto, como quien se instala al lado de la estufa a mirar la lluvia. Sin que ese sentimiento importe mayormente.

Y claro, uno decide querer y hacer cosas porque uno las siente. Nadie lo obliga a hacerlas. Entonces, lo que hiere no es que no lo quieran a uno; después de todo, no se puede obligar a otros a querer. Lo que duele son las omisiones, las negligencias. La sensación de que uno fue torpe al actuar con gratuidad. La sensación de que uno fue usado emocionalmente. Sentirse descartable, sentir que el compromiso que uno tuvo, para el otro, no pasó de lo anecdótico. Cómodo y quizás agradable, pero olvidable. Sentir que se es tan irrelevante, que esa persona se permite actuar con total falta de tino. Sin delicadeza. Que se permite hacer cosas que a uno lo dejan anegado, adolorido, enrabiado. Que se permiten romper un (frágil e idiota) corazón sin percatarse y/o endilgándole al otro la responsabilidad, lo que de alguna forma es cierto también. Aunque uno ansíe que el otro advierta su falta.

Entonces, en esos casos, pasa que uno se quiere olvidar de la gente que quiere. A veces, uno siente que es necesario insultar, exiliar, extirpar, olvidar. Borrar. Todos esos verbos que van en contra de la lógica del cariño, pero que se ven como la única alternativa para secarse las lágrimas. Para terminar con las pesadillas. Para sanarse, a fin de cuentas.

2 comentarios:

Elquiglobal dijo...

Lolo, siempre tan clara con tus palabras, que lata que pases por esos casos y situaciones, sin duda no te los mereces, pero en fin vamos para adelante, estás sobre todos esos aweonaos.

Bambalina dijo...

Querer así como tú quieres (o quisiste) es un super regalo para cualquiera. No les des perlas a los cerdos, Lolito...