jueves, 6 de mayo de 2010

Astilla torcida

El viejo puso demasiadas expectativas en mí, pese a que siempre intuyó que no sería capaz de responderle. Es cierto que soy una marioneta, pero desde los inicios supe que había que sacrificarse para ser algo más que esto, así que apreté los dientes y le eché para adelante. Sabía que era distinto al resto; mis extremidades eran tiesas y si alguien osaba a acariciarme, corría el riesgo de astillarse las manos. Nunca pude moverme con la prestancia de los otros niños y la ausencia de un latido en mi pecho era la diferencia que –en algún momento- más me perturbaba.

No tener corazón, de todas formas, podía ser una ventaja. Me endurecí e hice caso omiso a las burlas, a las expresiones de curiosidad extrema y a las miradas de lástima o desconfianza. Pero a Gepetto, mi padre, todo eso le dolía y le recordaba su incapacidad para darle continuidad a su linaje y oficio. Se quedaba despierto hasta altas horas de la noche, pensando cómo darme órganos y sentimientos, cómo convertir ese montón de madera pintada en un niño, un hijo de su sangre. Mientras, yo lo acompañaba en sus desvelos, más curioso que conmovido.

De tanto verlo afanarse en la búsqueda de soluciones, fui inventando las mías. Empecé a distraer al viejo con cuentos que jamás había oído; el pobre se sujetaba la barriga a dos manos de tanto reír. Luego, comencé a contarle historias de la escuela; por supuesto y aunque falsas, en todas era el héroe.

Tras varios meses en la misma dinámica, Gepetto estaba a mi merced. Y me di cuenta de que esto se debía más a mi ingenio que a la candidez idiota de mi progenitor, que se volvió aun más sumiso y complaciente conmigo.

Así que empecé a probar suerte en la calle. Le contaba supuestas catástrofes a los transeúntes y aunque al inicio se horrorizaban ante la marioneta parlante, terminaban dándome generosas propinas. Fui aprendiendo que no necesitaba tener un corazón para entender la lógica de la culpa, el falso altruismo y las ganas de sobresalir.

Mi padre empezó a sospechar cuando me vio manejar dinero. Sin embargo, fue incapaz de ponerme coto, temeroso de que me marchara por estar resentido con él. Todos sus intentos por hacerme humano fallaron uno tras otro y se imaginaba que yo le guardaba rencor por ello. La verdad es que nunca me preocupó mucho el tema, aunque cuidé que Gepetto no lo supiera, porque su culpa me era funcional.

A pesar de los presagios sombríos de papá, pude labrarme un futuro esplendor. Al principio -debo reconocerlo- cometí estafas, mendigué aprovechándome de la candidez de la gente y ejecuté algunos desfalcos de poca monta en mis primeros empleos. Pero pese a que carecía de cerebro, siempre fui bueno con los números. Además, al no tener sangre ni venas, supe desde pequeño a controlar mis instintos y a tragarme las humillaciones. Calculador como siempre he sido, trabajé muy duro y supe fingir las lealtades precisas, para ir ascendiendo en la vida. Así pude pasar de funcionario fiel, a supervisor eficiente y de jefe estricto a dueño de mi imperio privado.

Mientras a Gepetto lo veía cada vez menos. El viejo fue secándose, enredado en la obsesión de hacerme humano. Era evidente de que le dolía mi descariño, pero lo disimulaba muy bien con el orgullo de verme llegar lejos. Sin embargo, y pese a que en el fondo me daba lo mismo, nunca le faltó nada. Soy un hombre de negocios y sé que las cuentas claras, conservan la amistad y evitan los líos.

Anoche me llamaron del asilo, para avisarme que mi padre había muerto. Desperté a mis empleados y me hice traer hasta acá. Las enfermeras me permitieron vestir al cadáver del titiritero, agradecidas de los aportes mensuales de mis empresas a su establecimiento. Mientras lo peino, compruebo sin sorpresa que por más que busque en mi interior, no hay lágrimas para Geppetto. Sólo pienso que a pesar de que mi padre puso muchas expectativas en mí, siempre supo que, llegado el momento, no sabría responderle.

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