sábado, 8 de mayo de 2010

En mute

Tengo la impresión de que te fuiste siendo infeliz. Que ése fue el precio para que las niñitas te salieran con los ojos bien abiertos. Con las patas afianzadas en la tierra. Con el corazón sanito y ojalá, grande. Así te hubiera gustado y no sé bien si lo lograste o no.

Aunque no creas, tengo tantas preguntas para ti. Bastó no escucharte más, que nunca más me abrazaras para que surgieran. Ahora que no puedo sondear tus ojos grandes, intrigada por esa humedad que parecía pena. ¿Me oirás ahora? Ahora que no hay respuestas, ahora que estás muda, ahora que me resigno a que seas un mero ángel de la guarda. Un ángel que no contesta las veces que reclamo porque te fuiste tan pronto. Porque las cosas no me resultan. Porque a ratos me siento sola y huérfana y con una mochila inmensa sobre los hombros.Pienso que es increíble que hayamos dejado tantas preguntas por hacer, mami. Pero la verdad es que la locuacidad es un rasgo que nunca tuvimos. Nos sentíamos tan cómodas en medio de tanto silencio. Tan confortables lejos del bullicio, de las palabras demás, de las conversaciones insulsas.

Hasta hace poco yo juraba que las cosas estaban bien. Hasta que fui descubriendo que hay cosas tuyas que nunca supe. Como tus rebeldías. Si alguna vez dudaste si había Dios. Si alguna vez quisiste cambiar de vida, irte lejos, mandar todo a la mierda. Lo que sentías cuando no entendíamos, cuando hacíamos atados. Quizás qué camino dejaste de andar. Quizás te cortamos las alas. Tanto silencio, mamá.

Yo una vez, después de que moriste, te escuché. Tu voz venía de adentro mío. “Me perdona, hija”. Eso me dijiste. La noche que siguió al funeral. Lo dijiste tan claro. Y juro que vi tu cara. El gesto al decirlo. La boca frunciéndose, los ojos achinándose, la cabeza ladeándose hacia la izquierda. Era el gesto que hacías cuando bromeabas. La broma solía terminar con un abrazo. Ay, que te echo de menos. No sé qué más podría decirte esta noche.