domingo, 28 de septiembre de 2014

Betina

Tras la puerta siempre ella. Apenas entro mueve la naricita con curiosidad, me huele, se restriega en mis piernas, y maúlla como si fuera una minina de pocos meses. No se queda tranquila hasta que siente mis manos por su lomo naranja, su guata blanca, su cabeza frágil que se rinde ante mis dedos.

Yo también me rindo ante ella. Más rápido, incluso. Ante su ronroneo, la suavidad de su pelaje, su capacidad de aceptarme tal y como vengo. Parece que no le importa que sea parca, ensimismada, aprensiva, mañosa. Aunque ella sea todo lo contrario: confiada, cariñosa, conversadora (miau, ñau, prrr).

Para ella está bien quién y cómo soy. Tal como vengo.

Vivimos juntas –ella, sus pelos bicolores y yo- hace casi nueve meses. En la noche se acomoda a mi lado. La mayoría de las noches se queda dormida sobre mi estómago, con una de sus patas sobre una de mis manos.

Muchas veces se despierta varias horas antes de la hora en la que dejo programada la alarma. A veces le da por presionar mi cara con sus garritas, para que me despierte y le rasque la cabeza. Otras lengüetea mis brazos como si fuera el cuerpo de un cachorro. De uno suyo.  En otras ocasiones se sube sobre mi cuerpo y me despierta con sus maullidos, como si despertara con ideas que necesita contar. Maullándome sobre la cara, con su aliento con olor a pellet de pescado. .


Así, con esas prácticas, me ha ido limpiando. Antes de que llegara, yo estaba envejeciendo y llevaba un buen tiempo sintiéndome desorientada, desanimada, cansada. Se me estaba olvidando cómo era cuidar o ser generosa y confiada. Me regaló la opción de abrazar cuatro kilos de fragilidad y elegancia. De creer en un cariño incondicional. De querer así como ella: gratis. Me ha apaciguado y se ha ido incrustando en mi mundo como sus inacabables pelos en mi ropa.

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