
Yo también me rindo ante ella. Más
rápido, incluso. Ante su ronroneo, la suavidad de su pelaje, su capacidad de
aceptarme tal y como vengo. Parece que no le importa que sea parca,
ensimismada, aprensiva, mañosa. Aunque ella sea todo lo contrario: confiada,
cariñosa, conversadora (miau, ñau, prrr).
Para ella está bien quién y cómo
soy. Tal como vengo.
Vivimos juntas –ella, sus pelos
bicolores y yo- hace casi nueve meses. En la noche se acomoda a mi lado. La
mayoría de las noches se queda dormida sobre mi estómago, con una de sus patas
sobre una de mis manos.
Muchas veces se despierta varias
horas antes de la hora en la que dejo programada la alarma. A veces le da por presionar
mi cara con sus garritas, para que me despierte y le rasque la cabeza. Otras lengüetea
mis brazos como si fuera el cuerpo de un cachorro. De uno suyo. En otras ocasiones se sube sobre mi cuerpo y me
despierta con sus maullidos, como si despertara con ideas que necesita contar.
Maullándome sobre la cara, con su aliento con olor a pellet de pescado. .
Así, con esas prácticas, me ha ido limpiando. Antes de que llegara, yo estaba envejeciendo y llevaba un buen tiempo
sintiéndome desorientada, desanimada, cansada. Se me estaba olvidando cómo era cuidar o ser generosa y confiada. Me regaló la opción de abrazar cuatro kilos de fragilidad y elegancia. De creer en un cariño incondicional. De querer así como ella: gratis. Me ha apaciguado y se ha ido incrustando en mi mundo como sus inacabables
pelos en mi ropa.
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