martes, 2 de febrero de 2016

(Feroz)

Sólo acepté que esto se salió de mis manos la primera vez que le pinté las uñas. Antes de ese día -cuando me dejó elegir un fucsia vibrante-, me aferraba a la ilusión de que cada una de mis derrotas eran parte de mi estrategia para superar un juego de dos contrincantes.

Al principio me pareció una muchacha común. Linda, por supuesto, pero no más que muchas otras presas que había cazado en los últimos años. Si ese día no hubiera llevado esa capa roja, tal vez no hubiese sido capaz de reparar en ella, en ese atadito de huesos de aspecto frágil que se movía con cautela en medio del bosque.

Fue el aburrimiento lo que me acercó a ella. Partí jugando el único rol que aprendí, el de depredador. Apenas me presenté, ella cayó encantada en mis redes. Habíamos librado una contienda muy desigual, donde yo me impuseo irremediablemente.

La prepotencia no me dejó ver lo que ahora es evidente: que la trampa estaba puesta del otro lado. Al principio me divertía su ternura, su necesidad de aferrarse a mí mientras dormía. Me mareé con la devoción que me profesaba, sin darme cuenta que mientras ella ganaba terreno con su aire de inocencia y sus falditas leves, yo perdía mis cuotas de control.

De un día para otro nos fuimos a vivir juntos, en la casita que había heredado de su abuela. Allí, en ese espacio que tan bien conocía, empezó a cambiar la piel, como las culebras. Ya no era la criatura débil que reclamé para mí: ahora era yo el que no concebía vivir sin ella.

Una noche, mientras dormía, tuvo la osadía de ponerme un collar en el cuello. Desperté atormentado por el peso nuevo sobre mis hombros y quise reclamar por la afrenta. Sin embargo, desarmó mis alegatos enumerando las posibilidades eróticas de la situación. Entonces se quitó la ropa y se abalanzó sobre mí, mientras yo me dejé querer, fingiendo ignorar lo irreversible de mi derrota.

Así fue cómo me convertí en un quiltro sumiso, pero solo me di cuenta cuando accedí a su petición más insólita: “pintame las uñas, lobito”. Desde entonces, todos los domingos, me toca retirar el esmalte, pasarle la lima, sacarle las cutículas. Muevo la cola cada vez que me permite elegir el color nuevo y suplico mentalmente porque no concrete la idea de traer a casa a sus amigas, para que ponga en práctica mis dotes de manicurista.  


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