martes, 28 de octubre de 2008

Sangrar por la herida


Un niño confundido nos interrumpió para pedirle un autógrafo. “No soy famoso”, dijo, ahuyentándolo. “Rompiste su corazón”, advertí, riendo. Las carcajadas nos hacían ver tontos, enamorados. En el Jota Cruz capitalino sonaban canciones viejas y él pedía disculpas por tarararearlas. Mientras, yo juraba que podíamos amarnos. Luego nos fuimos, Rancagua abajo. En Plaza Baquedano quedó claro que nuestro pecado era la cobardía. Hoy, él cría al hijo que no tuvo conmigo; y yo ruego para que tirite de pena y arrepentimiento cada vez que transita frente al Teatro de la Chile, justo donde faltó valor para desentendernos de todo y besarnos.

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