domingo, 2 de noviembre de 2008

Mi mamá me mima (*)


Un miércoles de agosto, en 2006, fui dejar a Marta Zapata Muñoz, mi mamá, al terminal. Debía viajar de urgencia a Calama, porque mi prima Ximena había muerto imprevistamente a los 29. Yo no recuerdo de qué hablamos en el camino o si debimos esperar mucho rato.

De esa noche, sólo tengo dos certezas: Que hasta que subió al bus, nunca solté su mano y que cuando levanté las mías para decirle “chao”, la vi tan triste y tan incansable tras la ventana, que supe que alguna vez se iba a morir. No ese día, no esa semana, no ese año; sino que alguna vez en la vida.

Mi madre murió tres días después, al mediodía del sábado 19 de agosto. Antes de eso, me gustaba fantasear que la muerte no era terrible, que era la mujer lujuriosa de “El Poeta y la Muerte”, de Nicanor Parra, o la vieja vestida de azul que le pedía a Amaranta Buendía que le enhebrara la aguja en Cien Años de Soledad.

Sin embargo, las cosas son tan distintas a la literatura y nos tocó entenderlo de golpe. De golpe y en medio de hartos trámites, porque la muerte también le lleva burocracia, papeleo, cálculo de cuotas y conversión de pesos a UF, para tener un lugar donde el cuerpo cumpla el descanso eterno que sigue a la partida del alma.

Aunque tengo muy claro que en esos días a mí, mi padre y mis hermanas nos cambió radicalmente la vida, no recuerdo mucho como fueron. Tengo apenas unas imágenes sueltas: Los abrazos gigantes y acogedores de la familia, los parabienes de los vecinos, el cariño calladito de los amigos que estaban allí, solucionando problemillas; a Matías, el hijo de mi prima, que no tenía más de dos años en esa época y que jugaba con los perros, dando vueltas sin comprender el desconsuelo de los grandes y aliviándonos por lo mismo. O a Gabriel y su mamá –que se llama igual que la mía-, que nos regalaron una semana de sus vidas después del funeral.

Sí tengo más claro qué pasó los días siguientes. Días donde no entendía nada, cuando el impulso es tratar de engañarse creyendo que tal vez es un sueño; tratando de mirar desde afuera, exigiendo explicaciones a dios y concluir que quizás el silencio significa que al otro lado de la línea no hay nada.

En ese tiempo, aprendí una gran lección: Que valía más buscar consuelo en el amor que mi madre y yo nos tuvimos y que permitió que no quedaran cuentas pendientes entre las dos. El mismo cariño que me lleva a recordarla como la persona más importante de mi vida y como una mujer buena del alma, exigente y dulce, de ojos grandes, sonrisa triste y un humor negro y retorcido, de sarcasmos y juegos de palabras, en los que me reconozco cada día más.

Mi mamá creía mucho en dios y se angustiaba algo cuando nos veía a mi y mis hermanas no muy convencidas respecto a su existencia. Hoy, creo que la idea de dios que tenía hace algunos años se relaciona bastante con la admiración que siempre he sentido por mi madre. Por su capacidad de amar, de entregar cariño gratuitamente, aunque a ratos se riera bastante de la humanidad y su tontera; pero también por no tolerar que hiciéramos la vista gorda, o las cosas a medias, o a la rápida, o a la mala

De mi mami, además del tamaño de los ojos, la miopía, la poca tolerancia con los malos olores y el humor negro, heredé también el gusto por el fútbol. La pica infinita cada vez que pierde la U, el exquisito placer de olvidarse del mundo durante la hora y media que dura el partido, la adrenalina ante un corner, un penal o un avance en el área chica. Y en el momento del gol, por supuesto. Además del orgullo ñoño de identificarse con un club encantadoramente loser.
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Ya van más de dos años de extrañarla a diario. En los momentos brillantes, como la encuadernación de la tesis eterna y los exámenes y el título. Y en los ratos cotidianos, por supuesto. En los picarones que faltan cuando llueve o en el abrazo urgente de cuando las cosas no andan o dan pena.

Otra de las lecciones que en lo personal me dejó su fallecimiento es que la muerte es una vieja intrusa y obstinada y que si decide que las cosas llegan hasta acá, pues hasta acá no más llegan. Y ante eso –y pese al miedo enorme de perder otra vez a alguien que quiero-, no hay mucho que hacer; pero ayuda bastante si se ordenan los afectos y se limpian los rencores. Aunque suene a frase hecha, no se pierde nada si se dice “te quiero”.

Hace algunos días soñé que mi mami volvía a decirme exactamente lo que siempre quiero oír. Que no importa lo que pase, ni la pena, ni la rabia, ni la incertidumbre: De alguna forma, las cosas van a estar bien.

Soñar con ella me alivió porque además de recordar su consuelo, se disipó un temor recurrente: la posibilidad de perder la memoria y su imagen. Y la verdad es que cuando me empieza a dar pena porque empiezo a sentir que la olvido, pasan como éstas. Alguien se acuerda de algo que dijo o hizo, o nos cuentan una historia de antes de que fuera la mamá o, pasa que estamos en lo mejor de un sueño pichiruchi y ella aprovecha un pausa onírica para dejar claro que pese a la impertinencia de la muerte, se niega a abandonarnos a nuestra suerte.


*Este texto apareció en la edición del domingo 2 de noviembre de 2008 en
www.diarioeldia.cl, con motivo de la conmemoración de Todos los Muertos. Estos párrafos forman parte de un reportaje escrito por Mónica Cerda.

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