miércoles, 23 de septiembre de 2009

Gente que mira gente: llorando en la micro

La mujer hace como si fuera sola, pese a que la micro está en su máxima capacidad de pasajeros. Más que mirar por la ventana, parece que la mujer quisiera pegar su cara al vidrio, sucio y frío; como si tratara de mantenerse aparte de la multitud que viaja en el vehículo. El aliento de la mujer empaña el cristal y sus mejillas tocan las cortinas, un trozo de género áspero, azul marino, algo deteriorado. La mujer se empeña en esconderse, detrás de la tela, hundiéndose en el asiento, bajando los hombros elevando las rodillas, como si quisiera hacerse un ovillo.


La mujer aprieta con fuerza los labios, como si retuviera palabras que pugnan por ser pronunciadas. Pero la mujer es terca y se le metió en la cabeza que no las dejará salir. Que no va a reclamar, que no va a pedir ni justicia ni consuelo. Por ningún motivo. Aunque deba morderse la lengua o apretar los labios para impedirlo. De cuando en cuando, ruedan lágrimas por sus mejillas, pero las borra a manotazos limpios y discretos.


Más que pena, lo de la mujer parece ser una rabia sorda, una rabia sin solución y, tal vez, una rabia sin destinatario, una rabia contra el mundo. Una rabia universal, una rabia en la que cabe quién sabe qué y por supuesto que todos nosotros, los pasajeros que compartimos micro con ella. También el adolescente sentado a su lado, que no ve el amurramiento de la mujer, de tanto reggaeton en las orejas. O la pareja de edad madura, sentada adelante, engolosinada jugando al cíclope, para asco de un grupo de colegialas. O el chofer, que hace caso omiso de que la radio debe funcionar a un volumen moderado y siempre que ningún pasajero se oponga. O yo, que juego a adivinar sus motivos, mientras me aferro al la barra superior para no caer.


Ella me mira de reojo y se desentiende un rato de su rabia, para pararme el carro por mi mirada fija sobre su cara. Su ira contenida me deja claro que sus lágrimas no son asunto mío; que es cosa de ella si se las traga o las suelta; si las borra a manotazos; si se le arrancan o si se limpia los mocos con la manga de la chaqueta. Y sus ojos son tan duros, que no me queda más que desviar los míos, para terminar el viaje especulando y mirando por la ventana.

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