miércoles, 18 de agosto de 2010

19

Perder cansa tanto. Es un dolor en la espalda, en los hombros, en los brazos. El dolor del cuerpo que porta un corazón que no se resigna a una derrota. A cuántas pérdidas. Siempre la misma pérdida. Un cuerpo –mi cuerpo- que se encoge. Que se recoge. Que se ovilla al caer la noche. Posición fetal en la oscuridad. Las lágrimas saben distinto a oscuras. Las mismas lágrimas de siempre. Desde hace cuatro años. Un vacío que no llenan las lágrimas.

Un recuerdo extraño. Un olor aséptico, a quien sabe qué compuesto químico. Para mí y desde entonces, olor a morgue. Un cuerpo en una camilla. Un cuerpo, el de mi madre. No se parece a ella. Un peso muerto. Mi madre, un peso muerto. El cuerpo de mi mamá, menos 21 gramos, si de verdad eso es lo que pesan las almas.

Qué difícil fue hacerlo. Vestirla. Pensé que no iba a poder. Era todo tan complejo, tan duro. Creí que se me iría la vida en eso. Estaba la tía Norma, ayudando, llorando en silencio, ayudándome con las instrucciones que no se me ocurrían a mí. Y mis manos no se la podían. Eran torpes. Y mis ojos no la reconocían.

Dónde estaba mi mamá, en ese rato. En ese cuerpo. En esa sala.

Hasta que en un momento la vi. Estaba, pero sin estar. Antes de que la echaran en la urna, al fin la encontré. La encontré para dejar que la metieran a esa caja. Me hubiera quedado abrazándola, pero no se podía. Teníamos que llevarla, sacarla de allí.

Y yo sólo podía pensar en la última vez, cuando me hizo chao desde el bus. Se iba con toda la pena del mundo y yo supe allí, que se iba a morir una vez en la vida. Tres días después.

Desde entonces, el 19 de agosto es mi día personal de la derrota.

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