martes, 12 de abril de 2011

Electra en reversa

El conchesumadre se fue en su ley. En silencio y desentendiéndose de los problemas. Porque Roberto nos podrá haber traicionado toda la vida, pero siempre fue fiel a su estilo: una decepción tras otra.

Supieras todas las veces que tuvimos que dar la cara por él ante la familia y los amigos; las veces que tuvimos que negociar con sus acreedores; las veces que tuvimos que saldar sus cuentas.

Él, como si nada. Escondiéndose detrás de su rostro pálido y ojeroso; su aspecto de gato mojado; su cuerpo encorvado y flacuchento.


Y es que en su aparente fragilidad residía su encanto. Así cayó mi mamá, que siempre se las perdonó todas. Igual que yo, que salí parecida a ella.

Mis hermanos, no. Apenas tuvieron uso de razón, se dieron cuenta de sus estrategias. De sus historias de penurias con tufo a dèjá vu. De su permanente y sospechosa mala suerte. De sus constantes dolencias, de su falta de carácter. De sus negligencias, sus torpezas y su falta de tino. También se dieron cuenta rápido de que mi mamá no necesitaba más hijos que su marido, que ellos eran niños ajenos disputándole a Roberto su madre.

Mi caso no fue distinto, sólo que yo acepté las reglas del juego. Para que ella estuviera feliz conmigo y me dejara estar cerca de Roberto.

Yo siempre fantasee con reemplazarla, con hacerme cargo de mi padre. Mi pobre y débil papá. No me mires así, estamos hablando en confianza. Claro que me dolió cuando ella se enfermó, pero ya que estamos siendo honestos, te digo que secretamente, su enfermedad me alegró. Con su salud debilitada, ella dejó de estar por completo para él. Y ahí entré yo. Con eficiencia de hormiga, y mientras mi madre se debilitaba día a día, empecé a lograr mi objetivo: hacerme imprescidible para él.

Roberto empezó a acudir con cada vez más frecuencia a mí para que aliviara sus dolencias. Para que le explicara a sus amigos o mis hermanos sus extrañas desapariciones; comencé a hacerme cargo de pagar sus deudas; de confortar a mi madre, que resentía la abulia de mi padre ante su enfermedad.

Cuando ella murió, yo quedé a cargo de todo. No me importó que mis hermanos se fueran y me dejaran sola.

Era lo que quería.

Con mi papá me bastaba.

Sinceramente, me dio lo mismo cuando mis amigos expresaban su inquietud por el rumbo que tomaba mi vida, porque mi existencia se iba centrando exclusivamente en mi padre. Tampoco me importó las habladurías de las vecinas; ni tampoco cuando los demás, incluso tú, se fueron alejando porque me volví huraña y apática. Pensaron que me convertía en una extraña cuando, en verdad, recién me mostraba cómo era con todos, excepto con él.


De a poco construí una rutina. Levantarse a las seis, hacer el aseo, cocinar sin aliños. Partir al trabajo, hablar lo mínimo, regresar rápido. Si él estaba en la casa, servirle la comida, arroparlo, ordenar su ropa. Si no estaba -como ocurría la mayoría de las veces-, esperarlo para aliviar su borrachera. O si no, salir a buscarlo a los bares, pagar su consumo, dejar la propina y traerlo de vuelta.

No te podría decir cuándo empecé a darme cuenta de que Roberto no me quería. Que tampoco quiso a mi madre. Y aunque seguí viviendo en torno de él, fui acumulando un rencor sordo, que supe ocultar bien en atenciones y una devoción a prueba de balas. Secretamente, empecé a odiar su sonrisa débil, sus borracheras, los achaques y que siempre se metiera en problemas.

Junto con eso, comencé a sacar cuentas. Me percaté de que su deuda conmigo era inmensa y que, al contrario del resto de sus acreedores, me iba a preocupar porque pagara en persona y totalmente.

Reconozco que debí ser más original, pero créeme que no se me ocurrió de otra forma.

Con los ojos bien abiertos, vigilé que se tomara toda la sopa e inventé algo convincente para explicar el sabor distinto que dijo percibir en el caldo. Nadie de la familia sospechó de mí cuando les avisé de su repentina muerte. Es más, mis hermanos supusieron que optó por un suicidio para escabullirse una vez más de sus responsabilidades.


Y pese a que me consolaron al verme deshecha, todos se aliviaron con su fallecimiento. Por fin la vida me liberaba de una pesada carga.

Ahora tú me ves así, entera y digna. Pese a la pérdida, mi precaria situación económica, los compromisos impagos y los problemas heredados por resolver. Vine a las exequias con mi mejor vestido y me compré unos zapatos especialmente para la ocasión. Sabes que soy la única de la familia disponible para decir algunas palabras en memoria de Roberto. Resaltaré lo mucho que lo quise y lo feliz que fui con él.

Tú bien sabes que no hay muerto malo.

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