viernes, 23 de septiembre de 2011

Que nunca falten las peúcas


"Todo está en su cabeza, Virgo" - Horóscopo, 09.01.2001

Yo sé que no le gusta que me meta en sus cosas. Que le huela la ropa, que le revise los bolsillos, que ordene el maletín. Que llame a la pega a preguntar si le falta mucho y que en cuanto más está por aquí. Le desagrada que si va a salir, lo obligue a detallarme los nombres de los amigos y más aún, si va alguna de las fulanas de la oficina.


A él eso no le gusta nada. Reclama que tiene derecho a su intimidad, que no quiere a un sargento que lo fiscalice todo el día. Aunque sea rica, como afirma que le comentan sus  amigos. “Claro, rica, pero loca e insufrible”, dice que les replica, cuando quiere desviar la atención, acusándome de celos injustificados, persecución y paranoia.

A mí no me importan ni sus pesadeces ni sus reclamos. Yo lo escucho atenta, no más. No le digo nada. No quiero que se me pasen los detalles: si mira para abajo cuando se explica, si se tapa la boca al mencionar algo, si empieza a contradecirse.

Estoy segura que, tarde o temprano, en algo lo voy a pillar.

Y no es que Gastón sea un mal hombre. O por lo menos, hasta ahora, se había  ido salvando. Pero yo sé que no se puede confiar en nadie. Por más que me prometa amor eterno, por más que me abrace por las noches. Por más que me  jure y re jure que soy la única cuando tiramos.

Ni cuando hacemos el amor bajo la guardia: me quedo atenta por si hay algún cambio de costumbre, alguna innovación extraña, si dubita al decir mi nombre.

Gastón no se percata, pero yo ya estoy mal. Muy mal. No se da cuenta que ya no basta con su palabra ni con mi férrea cautela. Temo descuidarme, darle espacios para que me engañe. Estoy extenuada, fatigada, puse todas mis energías en una batalla que no voy a ganar. Que ya tengo perdida.

Por eso lloro, lloro mucho. Lloro intensamente, a diario.

Al principio, él se sorprendía cuando llegaba del trabajo y me encontraba toda llorosa. Pero no quiso entender mis motivos, dijo que exagero, en lugar de confesar. Hace semanas dice que está harto de todo, que debo cambiar para que esta historia siga.

Pero yo no tengo garantías para hacerlo.

Anoche dijo que esto se acababa. Que ya no da más. Que mi actitud es enfermiza, que está aburrido. Yo no le creo nada. Creo que hay gata encerrada y no se atreve a decir la verdad.

Porque mi instinto me dice que la historia que cuenta no es cierta.

Ahora, él termina de arreglar sus cosas antes de dejar la casa. Apurado, porque la fulana lo debe estar esperando. Y con la premura se debe haber olvidado de un pequeño detallito: la pistolita que compramos apenas nos vinimos para acá, porque en la televisión han mostrado varios asaltados ocurridos en el barrio.

Yo sé que no le gusta que me meta en sus cajones, pero Gastón en persona dijo que podíamos usar el arma los dos, si se trataba de cuidar lo nuestro.

Y eso es precisamente lo que voy a hacer. Subir al segundo piso, donde prepara sus maletas y defender lo mío. Aunque Gastón se tenga que morir. Eso es lo terrible de que nunca falten las peúcas.       

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