jueves, 22 de septiembre de 2011

Soñar contigo

La primera noche que soñé contigo entendí lo mucho que estabas pesando en mi conciencia. Soñé contigo cuando menos lo esperaba, cuando ya no pensaba en ti obsesivamente y a cada rato.
Soñé contigo cuando de hecho, ya no me quedaban recuerdos; cuando ya estaban desgastados, borrosos, como una foto polaroid, desdibujada por la exposición al aire, al sol y al tiempo.
Esa noche, hace pocas noches, desperté llorando.
Asustada por tu cara, la inmensidad de tus ojos fijos en los míos. Tu voz rotunda y serena, retumbando en mis oídos, indagando si todavía soñaba contigo. Eso me preguntaste, de hecho. "¿Aún sueñas conmigo, Estela?". Sin darme tiempo para reaccionar, agregaste: "¿cómo puedes con tu conciencia". Y tu dedo trató de atravesar mi pecho.
Entonces, desperté. Luego, me quedé muda, ovillada al costado de mi cama, por más que Pablo intentó sondear, precisar cuál era el motivo de tanto terror.
Es inútil que te lo cuente ahora, lo sé, pero siempre pensé que te debía una explicación. Que debí contarte antes de irme. De huir. Antes de decidir borrarte, antes de extirparte de mi vida.
Pero no pude.
Había pasado tanto en tan poco tiempo y la relación ya estaba deteriorada. Tú sabes bien, ya no teníamos más que decirnos. Éramos un vacío sordo, hubiese sido inútil poner palabras para el fin. Tú ya no me oías y yo había perdido totalmente el deseo de hablarte.
Yo te quise, pero no es mi culpa ser rencorosa. Quizás hubiésemos merecido un mejor final, pero no estaba en condiciones de procurarlo.
Pasé mucho tiempo arreglando mis cosas. Metódica como soy, durante varios días clasifiqué lo que me llevaría, había comprado cajas para eso. Ése día pensé que llegarías tarde. Unas latas de cerveza me envalentonaron. Pese a que te lo había prometido, llamé a Pablo. Le pedí disculpas por los meses de alejamiento y le dije que me quería ir con él.
Quizás no te interese saber que él vaciló, pero que tanta fue mi insistencia, que terminó cediendo. Yo no lo amaba en ese momento. Ni siquiera me calentaba tanto. Tampoco querrás saber que no lo amo ahora. Que nunca lo amé.

Fue por celos. Por celos. Nunca soporté esa invasión, mamá. Cuando mi papá nos dejó, nos la arreglamos bastante bien. No era necesario traer a un extraño a nuestra vida. Yo te reclamé, hice de todo para que se fuera. Tú insiste en integrarlo, sin considerar que sus bríos y mi rencor era una mala combinación.
Lo reconozco: dolida por ser desplazada, busqué pegarte donde más te dolía. Cambié de estrategia. Y con la misma intensidad con que lo hostigué en los primeros meses, lo fui conquistando de a poquito y me metí con él. Hice todo lo posible para que te dieras cuenta, pero te hiciste la ciega. No viste las miradas cómplices, su rapidez para cumplir con mis caprichos, como me fui transformando en una tirana consentida y él, en un vasallo obsecuente.
Pablo se cuidaba, era cauto. Iba a buscarme al liceo, argumentando que me trataba con un kinesiólogo. Nos arrancábamos seguido y muchas veces fuimos a lugares donde después te llevaba a ti, para expiar sus faltas.
Pese a sus precauciones, yo quise apurar las cosas. Empecé a dejar huellas, a jugar con fuego: lo besaba apenas nos dabas la espalda, lo toqueteaba a la hora de almuerzo y muchas veces, en tu presencia, me aferraba a él mientras mirábamos la tele en el sofá.
Pero no quisiste ver y no me dejaste otra salida: emplazarlo a que te dijera la verdad en pleno almuerzo dominical. Grité, exigiendo que confesara que te engañaba conmigo. Quedaste pálida y casi te atoras cuando aseguró que nos amaba a las dos.
“Ándate de la casa, hijo de puta”, sentenciaste.
Pablo se demoró nada haciendo sus bolsos y se fue. Yo me quedé sentada, esperando que descargaras tu furia. Pero solo me miraste y luego, te encerraste por días en tu pieza.
Al cabo de una semana, diste el tema por cerrado y dijiste que nunca más sabríamos de Pablo. Y me advertiste que esperabas que no estuviera en contacto con él.
El silencio de los meses que siguieron fue brutal. Pasábamos las horas muertas juntas, pero no nos veíamos. Se notaba que no me soportabas, que por ti me habrías echado a la calle, pero era tu hija y no te quedaba de otra.
Con la certeza de haberte perdido, busqué a Pablo. Le pedí disculpas por los meses de alejamiento y sin anestesia, le dije que me quería ir con él. Él vaciló, pero estaba tan solo como yo y terminó cediendo.
Me vino a buscar en la tarde; me ayudó a sacar las maletas y las cajas con mis cosas. No contamos con que llegarías temprano, justo cuando subíamos al auto. Te pusiste aún más pálida y por tu cara supe que después de esto, quedarías curada de espanto para siempre.
Entonces, lo dijiste.
"No vas a dejar de soñar conmigo, Estela. Te voy a pesar para siempre en la conciencia”.
Entonces, comprendí que tenías razón. Que estaba condenada a años de mal dormir. Que solo me quedaba Pablo.
Ahora aquí me tienes, mamá. Cumpliendo tu palabra.

No hay comentarios: