La mesera dice que esto es lo que hay. Que ha venido demasiada gente hoy y que se acabaron las cervezas frías. Que lo único que puede ofrecer por mientras es este líquido tibio y aguachento; que lo otro es esperar a que estén listas las botellas que puso a enfriar. O que opte por otras, artesanales y más caras, que ésas sí están heladas.
Desganada, acepto lo que me trajo. Bebo
sorbos cortos, mientras siento como la falda se adhiere a mis muslos, por el
contacto con el plástico de la silla; siento las axilas húmedas por el sudor, el
pelo pegoteado y sucio. Me pica la cabeza y me rasco aprovechando los descuidos
de Cristina; no quiero causarle una mala impresión.
Cristina no abre la boca. O bueno. Sólo
habla para reclamar que el vaso tiene mal olor, que de seguro lo secaron con un
trapo sucio. O quejarse por los restos de alcohol y los ceniceros sobre la
mesa. O la actitud displicente de la garzona, mal peinada y que come chicle con
la boca abierta. Quejarse es lo único que ha hecho desde que llegó.
Aunque trato de disimular, los nervios me
descontrolan y bebo con ansias. “¿Vas a tomar otra más?” pregunta Cristina,
cuando me ve llamar de nuevo a la mesera. “¿No será mucho?”, dice, apuntando a
las dos botellas que ya he despachado. Mientras, ella se aferra a un vaso con
bebida light.
“Es el calor”, respondo con pudor.
Yo no sé si Cristina se da cuenta de mi
nerviosismo. En realidad, Cristina se ha pasado esta media hora mirando para
fuera, escrutando con gestos duros la fuente de soda, fijándose en la grasa que
hay en las paredes, los cucuruchos de servilletas de las mesas. El mal talante
de los parroquianos y su ecléctico gusto a la hora de programar el wurlitzer.
“¿No podías elegir un lugar mejor, para
conversar?”, planteó apenas nos encontramos. Con un poco de vergüenza y rabia,
le expliqué que éste local no es tan malo, que queda cerca de las casas de
ambas; que si teníamos que hablar, era perfectamente posible hacerlo aquí.
En todo este rato, Cristina ha estado como
buscando pretextos para no mirarme, ha estado buscando cualquier puto punto que
le permita desviarse de mis ojos, para no reconocerse en ellos.
Mientras, yo he estado luchando con mis
nervios, con las conjeturas que me provocaron su inesperada llamada. Yo no sé
cómo dio conmigo. Casi me caí de espaldas cuando reconocí su voz, al otro lado
del teléfono. Y eso que habían pasado años desde que nos vimos por última vez,
cuando su familia no quiso saber nada más de mí ni de mi mamá.
Dijo que necesitaba verme, que teníamos que
hablar. Estuve todo el día en vilo, pero por lo visto, no tiene muchas ganas de
explicarse. Ni de hablar de nada. Sólo pienso que debe ser algo muy grave para
que haya decidido encontrarse cara a cara conmigo.
“Mi papá está en el hospital”, dice de
pronto, cuando la mesera deja la tercera cerveza sobre la mesa. “Está en el
hospital y se va a morir”, insiste, sin que pueda contener los sollozos. Se ve
tan afectada, pero no sé qué hacer y ella sólo atina a taparse la cara con las
manos.
No sé que decir. Yo pensaba que nunca más
sabría de él y, menos, de Cristina. Desde hace años me había hecho la idea de
que sólo éramos mamá y yo.
Mi padre apenas es un recuerdo vago. Sólo la
nostalgia de un puñado de días festivos, azarosos. El aparecía en casa de vez
en cuando y las dos lo recibíamos como si fuera un rey. Traía regalos para mí,
la mayoría de las veces chocolates y cosas inútiles. Yo no me quería despegar
de sus piernas, no quería que nunca terminara de leerme cuentos, no quería que
nadie más monopolizara su atención. Me metía a la cama que compartía con mi
mamá, aunque me sacaran de ésta apenas me dormía.
Eso hasta que un día, la madre de Cristina
llegó a la casa, llevando a mi hermana. Era una mujer alta, flaca y morena,
como mi mamá. La trató de lo peor. Le dijo que era una puta, que dejara de
molestar a su marido, que ya sabía lo de la cría, que en ningún caso la iba a
dejar a ella para instalarse en nuestra
casa.
Mientras las dos mujeres discutían a gritos,
Cristina y yo nos mirábamos, manteniendo distancia. Nos mirábamos,
comparándonos e identificándonos como enemigas. Ella lo sabía todo: que nuestro
padre llevaba una doble vida, que yo era un accidente y sobre todo, una
presencia descartable para él. Yo no entendía nada, no sabía quienes eran la señora
que gritaba y la chiquilla pálida que había traído. La chiquilla que tenía los
mismos ojos verdosos que mi padre, mis propios ojos.
Mamá terminó echándolas a empujones del
departamento. Cuando se cerró la puerta, se puso a llorar. No me dejó
consolarla; me dijo que me fuera a la pieza, a preparar mis cosas. Que íbamos a
tener que mudarnos.
Papá llegó de noche. Apenas me dio un beso distraído
y se encerró a hablar con su amante. Me quedé dormida esperando, escuchándolos
discutir, y al final, ni supe a qué hora se fue. Al día siguiente, ella no hizo ningún comentario ni dio explicaciones.
Sólo empezó a disponer el cambio de casa, sin contestarme si él tenía la
dirección para poder encontrarnos.
Cristina me dice que no hay mucho que hacer,
según le explicaron los médicos. Que el viejo sabe que se muere, que eso es
inminente. Por eso, es urgente que vayamos. Él necesita explicarse, saldar
cuentas, pedir perdón para irse en paz.
Cristina me dice que lo mejor es que vayamos
apenas termine la cerveza. Que nos dejarán entrar, porque es amiga de una
enfermera; está de turno y sabe de esta situación, así que podremos verlo.
La verdad es que no sé qué decir, no me
siento preparada para –de pronto- tener un padre moribundo y una hermana
mandona.
Ella ni se entera de mi desconcierto. Y es
totalmente voluble. Si antes apenas balbuceaba monosílabos, ahora habla, habla,
habla. Dice que su madre está en cama, que está agotada con la agonía de su
marido, que por el estrés se le está cayendo el pelo, que por lo mismo tiene
cólicos. Que no sabe qué hacer para animarla, que ella tampoco está bien. Que
no tiene fuerzas para seguir, que apenas se levanta en las mañanas, que ha
cometido varios errores en su trabajo.
Que tampoco sabe qué decirle al viejo. Que sólo pudo prometerle que me
buscaría, que me convencería de ir a verlo.
Yo la escucho sin saber qué hacer y menos aún,
qué decirle. No sé si es la cerveza o su verborrea, pero me siento algo
mareada; de hecho, las nauseas superan mi nerviosismo inicial. Interrumpo el monólogo
de Cristina, necesito ir al baño.
Pienso que quiero irme. Que no quiero saber
de esta historia. Que Cristina no tiene derecho a irrumpir así, después de
tanto tiempo. Tanto tiempo sin necesitarnos, tanto tiempo de recelos mutuos.
Quiero decirle que por qué me cuenta a mí estas cosas. Que por qué no se busca
una amiga o un amante. Que, por último, vaya donde un cura y se confiese. Que no
venga ahora con que soy su hermana. Que no venga ahora que tengo un padre
moribundo, que tengo la responsabilidad ética de ir a verlo, a espantarle el miedo
que debe tenerle a la muerte.
Yo no tengo familia, no tengo obligaciones
morales con Cristina o su padre. Desde que mi mamá se murió, soy sola.
Salgo de la cabina y me lavo las manos. Me
mojo el pelo frente al espejo y me veo los ojos llorosos; pienso que hay tantas
cosas que preguntar, tantas cosas que mi mamá no me alcanzó o no quiso contar.
Sin entender por qué, vuelvo a la mesa. Miro
a Cristina y le digo que vayamos al hospital antes de que se haga más tarde.
Tenía como trece años cuando los vi por
última vez. Fue un día de verano, un día que mi mamá me dejó salir sola para ir
al parque, al mini zoológico y luego al centro. Hacía calor y pasé por una
heladería que no conocía, cerca del correo. Entré a comprar y ahí estaba; detrás
del mostrador, entre barquillos, potes, cucharillas y helados. Sé que me
reconoció; estaba pálido como papel y su voz tembló al preguntarme los sabores.
Me bastó con ver sus ojos, para saber quién era y para adquirir su mismo nerviosismo.
“¿Marcos Salgado?” pregunté, con un hilo de voz.
Pero él no contestó, llamó a otra persona
para que tomara el pedido. No supe qué hacer, pedí mi helado como autómata y
empecé a sorberlo. La piña y el chocolate se mezclaban con mis lágrimas. No atinaba
a moverme hasta que sentí los ojos de mi padre escrutándome.
Pero no era él, era Cristina. Me miraba con
hostilidad. Ella también estaba en el local, también sabía reconocer mis ojos. Ella
tenía claro quien era yo. Y no estaba dispuesta a dejar que me quedara allí.
Salí corriendo como si fuera una ladrona. En
la carrera, se me cayó el barquillo, pero no me importó. Al llegar a casa, pasé
directo a mi pieza y me encerré a llorar. Al otro lado de la puerta, mi mamá me
pedía explicaciones, hasta que sonó el teléfono. Luego de unos minutos, me
pidió que saliera porque tenía una llamada. Era mi papá.
“Antonia, estás tan grande”, me dijo. Dijo
que estaba bonita, que siempre pensaba mucho en mí, pero que no sabía como
abordarme. Dijo que por eso no quiso tomar mi pedido en su heladería. Pero que
tenía ganas de verme, para conversar. Que habían tantas cosas que explicar,
Antonia, por dios, dame una oportunidad.
Quedamos en que nos juntaríamos al día
siguiente, en la plaza, a las 15.00 horas. Con mi ansiedad, llegué a las dos de
la tarde. Y pasadas las cuatro, decidí ir a su negocio. Cuando entré, pregunté
a la cajera por mi padre, pero ella me dijo que don Marcos había dicho que
estaba enfermo, que no iría en toda la semana y que no había dejado ningún recado
para mí.
Incrédula, volví a la plaza y recién cuando
anocheció, me fui a la casa. Al rato, sonó el teléfono. Con la esperanza de que
fuera él, contesté.
Pero quien habló era la mujer de mi padre: me
exigió que le dijera a mamá que no me mandara más a molestar a su marido. Dijo
que mi madre y yo éramos un asunto cerrado en su familia, que no insistiéramos.
Son casi las nueve de la noche cuando
llegamos al hospital. En su auto, Cristina volvió a sumirse en silencio. Pese a
que traté de seguir su ficción. Le pregunté si estaba casada, si tenía niños,
si le gustaba su trabajo. Sus monosílabos me hicieron desistir.
En el centro asistencial, Cristina se
desplaza sin problemas hasta ubicar a su enfermera amiga. “La traje”, le dice,
hablando como si yo no estuviera presente o como si yo no supiera hablar. La mujer
apenas me mira y nos conduce al piso donde mantienen al paciente.
En el montacarga, miro discretamente a mi
media hermana. Noto como su pelo se enrosca en las puntas, sus piernas flacas,
las ojeras intensas. Y pese a que son tan iguales a mi cabello ensortijado, a
mis extremidades mínimas y a las sombras constantes bajo mis ojos, no logro
hermanarme con ella.
El ascensor se detiene en el tercer piso,
mientras las mujeres están enfrascadas en una conversación sobre el moribundo.
Avanzan con rapidez por el pasillo, yo las sigo con cierta lentitud; hace
tantos años que no lo veo, no sé si recuerdo su rostro. Mi demora molesta un
poco a Cristina, que me pide que me apresure; que vaya más rápido para no meter
en problemas a su amiga.
La habitación es la última y está en
penumbras. Él está allí, intubado, dormido, sedado. Su hija se aproxima con
facilidad, sin titubeos como lo hago yo. Trato de buscar semejanzas entre los
recuerdos que tengo de mi padre y el hombre flaco y arrugado sobre la cama.
Cristina lo besa, le dice algo al oído y me
dice que me acerque. Lo hago. Le hablo, le digo que estoy aquí. Le ruego que
abra los ojos, que quiero oír sus explicaciones, que lo extrañé.
Pero el viejo no reacciona, insiste en
mantener los ojos cerrados.
Sigue escondido; me mandó a llamar y ahora
es incapaz de despertar para dar una respuesta, para clarificar por qué le
pidió a su hija que fuera a perturbarme, a hacerme recordar cosas que creía
olvidadas y superadas. Otra vez me está dejando plantada.
Intento tomarle la mano que Cristina dejó libre
y pienso en besarlo. Acerco mis labios a sus mejillas, pero de pronto, siento
que el gesto es vacío. Forzado. Falso. Tan innecesario, que cuando estoy a
centímetros de su piel, retrocedo.
“No tengo un padre”, pienso. No entiendo por
qué después de tantos años aparece esta mujer, para traerme a este hospital y
calmar la conciencia de un señor que no conozco. Siento mucho que sufra, pero
no por eso voy a hacer que nada pasó. No voy a jugar a la familia a estas
alturas de la vida.
Cristina está acurrucada junto al enfermo,
pero se incorpora al notar que me alejo de la cama. “Antonia, espera”, dispone
como lo ha hecho toda la tarde.
Yo le digo que lo siento, que fue un error
venir, que disculpe las molestias. Que después de todo, se trata de su papá y
no del mío. Que yo nunca tuve uno o que el que tuve, se perdió cuando era chica,
que ya no me interesa encontrarlo. Que haber venido fui inútil, que su padre
ahora se escuda en los sedantes para no dar la cara. Que tampoco la conozco
para solidarizar con su pena, aunque tengamos la misma sangre. Porque hay que
tener más que eso para ser hermanas.
Pese a su estupor y el de su amiga, me doy
la vuelta, enfilo hacia las escaleras y las bajo corriendo. Sé que hace calor
como para hacer ejercicio, pero al menos que las lágrimas sirvan para
refrescarme.
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