viernes, 18 de noviembre de 2011

Caso omiso



Margarita se apoya en la puerta y se afana con el espejito en la mano, pintándose los labios y devolviéndome una sonrisa triste en tonos burdeos. Mientras, le sostengo el ramo de claveles que insistió en comprar y la escucho decir que mejore la cara, que está la mamá y que no sacamos nada con amargarle más la jornada.

Me toma la mano y me arrastra con sigilo, pero pese a su discreción, nuestro ingreso se hace evidente. Vestidas de negro, las señoras –las tías, insiste Margarita- se acercan y nos abrazan, nos encuentran más grandes y bonitas, comparándonos con las otras chiquillas que vinieron hoy a rendir honores.

Como nota mi amurramiento, Margarita se disculpa con la parentela y dice que de seguro no estoy acostumbrada al olor de las flores y que también las emociones del día influyen en que esté mareada y con mal semblante.

Mi hermana sigue oficiándolas de relacionadora pública del velorio y yo opto por soltarme de su mano. Dejarla sola. Corro hacia donde está mi madre, recibiendo las condolencias, sentada cerca del féretro donde yace Marco García, quien en vida alguna vez fue mi padre. Aunque yo no lo recuerde y aunque ésta sea la única ocasión en que lo haya visto en casa.

Pero mamá no me puede abrazar. Está ocupada hablando con los García, quienes tratan reconstruir la vida, pasión y muerte de su oveja descarriada. O al menos, la que llevó con ella, antes de que se desentendiera por completo de nosotras.

Pero no resulta mucho. O tienen problemas de concentración o esta gente finge olvidar que él nos abandonó un par de años después que yo naciera. Hace unos catorce. Estoy aburrido de la rutina, no puedo hacer lo que realmente quiero, dicen que argumentó antes de irse, despidiéndose con un portazo.

Sus deudos cuentan que tenía algo de talento y que ganó unos concursos de poesía en provincia, pero yo creo que muy original no era. De hecho, a su velorio han llegado un par de hermanas que se llaman igual que nosotras: Margarita García, la mayor, y Antonia García, la menor. Y su madre es flaca, morena y miope, como la mía, la viuda oficial y la que se hace cargo del entierro.

Por eso es que desde ayer esta casa está tomada. Desde que me sorprendí al ver llegar a mi mamá temprano de la pega, pálida y con la cabeza en cualquier parte. Con la Margarita nos asustamos y mientras mi hermana preparaba un té, yo apartaba los cuadernos que copaban la mesa.

“Siéntense”, nos dijo, escueta. Mi hermana le acercó la taza humeante y yo me quedé con mis cosas en la mano, en una silla frente a ella. “Su padre murió anoche y lo vamos a velar acá”, anunció de golpe, como si eso hubiese sido tan normal como la alergia de mi hermana a los gatos o mi miedo a los ratones o sus problemas a la vista.

“¿Qué papá?”, pregunté, pero ellas obviaron el sarcasmo. “Ese hombre no entra a esta casa”, insistí, pero sus miradas me hicieron entender que mi opinión valía bien poco y que Marco García, aunque muerto, volvería en gloria y majestad, luego de más de una década de “hacer abandono del hogar”, como sentencia la constancia que le dieron a su esposa días después del portazo.

Esa misma tarde, los García se instalaron acá. Llegaron examinándonos, tratando de buscar a Marco en nuestras caras, pero sin ponernos mucha atención tampoco. Más bien, un recurso distractivo para hacer menos densa la espera.


Margarita y mamá entraron en el juego; no fingen cariño, pero interactúan con ellos como si siempre hubieran estado. Como si estar acá fuera cotidiano y familiar. Sólo yo soy la que rechaza de frentón ser parte de la comedia, de esta familia a la fuerza. Las viejas intentan manosear mis mejillas y juguetear con mi pelo crespo, pero mi amurramiento las hace desistir y arremeter contra la otra Antonia. Una de las hermanas de Marco me llama La Huraña, mientras que el resto de sus parientes le celebra la ocurrencia. Yo opto por alejarme. Cuando estoy cerca de la puerta, me apoyo en la pared y cierro los ojos, deseando que todo termine de una buena vez.

Y mientras me mantengo al lado de la puerta, con los párpados apretados, busco mis recuerdos más antiguos y en ninguno veo el rostro de mi padre. Sólo encuentro puras preguntas, frases sin terminar y silencios incómodos. Catorce años de ausencia. Entonces, abro los ojos. Y sólo veo un absurdo ataúd en medio del living. Un cuerpo inerte y definitivamente ajeno, que intenta una reivindicación de última hora. Que trata en vano de armar una familia o, al menos, retomar lazos con las hijas que desperdigó. Cuatro hijas que no tienen ni siquiera una foto de Marco y que deberán conformarse con su última cara, dormida, muda e hinchada al fondo del féretro.

Mis hermanas deciden ir a rendirle honores. Se acercan las Margaritas y la Antonia, quietas, calladas, tragándose los rencores. Permanecen frente al cadáver, escudriñando rasgos comunes y comparándose entre sí subrepticiamente. Que no quieran entender que la hinchazón, la rigidez y la misma muerte no les permitirá encontrar nada en común con el hombre que nos abandonó a todas. Que no comprendan que además de la sangre, nunca tendremos nada en común. Que después del funeral retomaremos por carriles separados nuestras vidas. Nuestras rutinas de huérfanas de padre.

Sé que ellas esperan que me acerque, que me integre a la hermandad. Que complete la postal para tranquilizar la conciencia de los García, para redimir a Marco, sus olvidos y abandonos. Pero yo rechazo mi turno. Opto por hacer caso omiso a las súplicas silenciosas de Margarita, a la incomodidad de mi madre, a los gestos de desaprobación y enojo de mis parientes lejanos. Opto por huir, escapar del velorio. Huir de la casa, huir sin dar mayores explicaciones. Huir y con un portazo, abandonar a Marco García. Abandonar a mi padre en plena muerte. Después de todo, lo que se hereda, no se hurta.



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