Margarita
se apoya en la puerta y se afana con el espejito en la mano, pintándose los
labios y devolviéndome una sonrisa triste en tonos burdeos. Mientras, le
sostengo el ramo de claveles que insistió en comprar y la escucho decir que
mejore la cara, que está la mamá y que no sacamos nada con amargarle más la
jornada.
Me
toma la mano y me arrastra con sigilo, pero pese a su discreción, nuestro
ingreso se hace evidente. Vestidas de negro, las señoras –las tías, insiste
Margarita- se acercan y nos abrazan, nos encuentran más grandes y bonitas,
comparándonos con las otras chiquillas que vinieron hoy a rendir honores.
Como
nota mi amurramiento, Margarita se disculpa con la parentela y dice que de
seguro no estoy acostumbrada al olor de las flores y que también las emociones
del día influyen en que esté mareada y con mal semblante.
Mi
hermana sigue oficiándolas de relacionadora pública del velorio y yo opto por
soltarme de su mano. Dejarla sola. Corro hacia donde está mi madre, recibiendo las
condolencias, sentada cerca del féretro donde yace Marco García, quien en vida
alguna vez fue mi padre. Aunque yo no lo recuerde y aunque ésta sea la única ocasión
en que lo haya visto en casa.
Pero
mamá no me puede abrazar. Está ocupada hablando con los García, quienes tratan
reconstruir la vida, pasión y muerte de su oveja descarriada. O al menos, la
que llevó con ella, antes de que se desentendiera por completo de nosotras.
Pero
no resulta mucho. O tienen problemas de concentración o esta gente finge olvidar
que él nos abandonó un par de años después que yo naciera. Hace unos catorce. Estoy
aburrido de la rutina, no puedo hacer lo que realmente quiero, dicen que
argumentó antes de irse, despidiéndose con un portazo.
Sus
deudos cuentan que tenía algo de talento y que ganó unos concursos de poesía en
provincia, pero yo creo que muy original no era. De hecho, a su velorio han
llegado un par de hermanas que se llaman igual que nosotras: Margarita García,
la mayor, y Antonia García, la menor. Y su madre es flaca, morena y miope, como
la mía, la viuda oficial y la que se hace cargo del entierro.
Por
eso es que desde ayer esta casa está tomada. Desde que me sorprendí al ver
llegar a mi mamá temprano de la pega, pálida y con la cabeza en cualquier
parte. Con la Margarita
nos asustamos y mientras mi hermana preparaba un té, yo apartaba los cuadernos
que copaban la mesa.
“Siéntense”,
nos dijo, escueta. Mi hermana le acercó la taza humeante y yo me quedé con mis
cosas en la mano, en una silla frente a ella. “Su padre murió anoche y lo vamos
a velar acá”, anunció de golpe, como si eso hubiese sido tan normal como la
alergia de mi hermana a los gatos o mi miedo a los ratones o sus problemas a la
vista.
“¿Qué
papá?”, pregunté, pero ellas obviaron el sarcasmo. “Ese hombre no entra a esta
casa”, insistí, pero sus miradas me hicieron entender que mi opinión valía bien
poco y que Marco García, aunque muerto, volvería en gloria y majestad, luego de
más de una década de “hacer abandono del hogar”, como sentencia la constancia
que le dieron a su esposa días después del portazo.
Esa
misma tarde, los García se instalaron acá. Llegaron examinándonos, tratando de
buscar a Marco en nuestras caras, pero sin ponernos mucha atención tampoco. Más
bien, un recurso distractivo para hacer menos densa la espera.
Margarita
y mamá entraron en el juego; no fingen cariño, pero interactúan con ellos como
si siempre hubieran estado. Como si estar acá fuera cotidiano y familiar. Sólo
yo soy la que rechaza de frentón ser parte de la comedia, de esta familia a la
fuerza. Las viejas intentan manosear mis mejillas y juguetear con mi pelo
crespo, pero mi amurramiento las hace desistir y arremeter contra la otra
Antonia. Una de las hermanas de Marco me llama La Huraña, mientras que el
resto de sus parientes le celebra la ocurrencia. Yo opto por alejarme. Cuando
estoy cerca de la puerta, me apoyo en la pared y cierro los ojos, deseando que
todo termine de una buena vez.
Y
mientras me mantengo al lado de la puerta, con los párpados apretados, busco
mis recuerdos más antiguos y en ninguno veo el rostro de mi padre. Sólo
encuentro puras preguntas, frases sin terminar y silencios incómodos. Catorce
años de ausencia. Entonces, abro los ojos. Y sólo veo un absurdo ataúd en medio
del living. Un cuerpo inerte y definitivamente ajeno, que intenta una
reivindicación de última hora. Que trata en vano de armar una familia o, al
menos, retomar lazos con las hijas que desperdigó. Cuatro hijas que no tienen
ni siquiera una foto de Marco y que deberán conformarse con su última cara,
dormida, muda e hinchada al fondo del féretro.
Mis
hermanas deciden ir a rendirle honores. Se acercan las Margaritas y la Antonia, quietas,
calladas, tragándose los rencores. Permanecen frente al cadáver, escudriñando
rasgos comunes y comparándose entre sí subrepticiamente. Que no quieran
entender que la hinchazón, la rigidez y la misma muerte no les permitirá
encontrar nada en común con el hombre que nos abandonó a todas. Que no comprendan
que además de la sangre, nunca tendremos nada en común. Que después del funeral
retomaremos por carriles separados nuestras vidas. Nuestras rutinas de
huérfanas de padre.
Sé
que ellas esperan que me acerque, que me integre a la hermandad. Que complete
la postal para tranquilizar la conciencia de los García, para redimir a Marco,
sus olvidos y abandonos. Pero yo rechazo mi turno. Opto por hacer caso omiso a
las súplicas silenciosas de Margarita, a la incomodidad de mi madre, a los
gestos de desaprobación y enojo de mis parientes lejanos. Opto por huir,
escapar del velorio. Huir de la casa, huir sin dar mayores explicaciones. Huir y
con un portazo, abandonar a Marco García. Abandonar a mi padre en plena muerte.
Después de todo, lo que se hereda, no se hurta.
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