sábado, 4 de febrero de 2012

Abismo sin medida


No sabe como agarrarla. No se le ocurre. Marianito pocas veces –casi nunca, en realidad-  ha visto una mujer desnuda y ahora se siente confuso, ante ese cuerpo allí, blanco, frío, quieto. Entregado a la situación. A Marianito le tiembla todo: la voz, las manos, las piernas. Y como además está consciente de que tiene el rostro en llamas, más le cuesta pensar cómo resolver la situación y acercarse a ella.

Es el hombre de la funeraria el que toma la iniciativa.

Le dice que primero parta por el sostén. Que se lo ponga y que una vez que la tela tape las mamas, la tomará de los brazos para levantarla y que pueda unir los broches.  El funcionario le explica a Marianito que la rigidez es normal, igual que los moretones en la espalda y las piernas. Que los hematomas se deben a la falta de circulación de la sangre, que debe tener en cuenta que su madre ya lleva más de 24 horas muerta.

Le explica que ponerle la ropa es complejo, pero que como ambos son hombres y tienen fuerza, podrán arreglársela lo más bien.

Marianito sonríe, agradeciendo, aunque lo que en verdad quiere es no estar allí.

Lo que en verdad quisiera es que su madre no hubiera consagrado su vida a él, en cuerpo y alma. Que se hubiese quedado con alguno de los señores que la pretendía. Que hubiera tenido otros hijos y que fueran ellos quienes estuvieran allí, preparándola para meterla al cajón.  Lo que quisiera es haber sido hermano mayor y no hijo único. Que a él, como primógenito, le hubiera tocado solo la pega administrativa del entierro: los trámites con la funeraria, con el Parque del Recuerdo, calculando las UF y las cómodas cuotas mensuales con las que se pagará el nicho.

No es que sea malagradecido.

Es que nunca previó que tendría que vestir a su madre.

La señora Elenita siempre fue muy estricta con el pudor y jamás de los jamases habría imaginado que su hijo único estuviera allí, viéndola desnuda, con sus vergüenzas a la vista, sobre una camilla de la morgue, con tajos en el abdomen y el cuero cabelludo.

Se le hace complicado conciliar esta visión (pechos al aire, pubis al desnudo, el vientre tajeado y cosido) con la de su madre, siempre pulcra hasta en los paseos por el litoral central:  faldas hasta los tobillos, pantys, el infaltable  chalequito de hilo, y un sombrerito tejido a crochet, a juego.


Y, por supuesto, las miradas furiosas a las fulanas ligeras de ropa que iban casi desnudas a la playa, sin que le importara que hubiera niños inocentes como Marianito.

Los paseos a la playa se acabaron el mismo año en que cumplió los trece. Nunca supo si esto se debió a causa de esas mujeres o por la  muerte de don Mariano, su padre.

Desde entonces, su mamá se puso más estricta que nunca. Siempre le dijo que era por su bien, que lo único que tenían ambos era a ellos mismos. Y aunque pretendientes no le faltaron, doña Elenita optó por seguir siendo la viuda de González. Por una parte, nunca pudo confiar en ninguno de los hombres que se le acercaban. El argumento era uno solo: Todos son iguales, lo único que quieren es aprovecharse de una. Más aún si se es viuda, relativamente joven y con algunas propiedades que administrar.

Por otro lado, nunca quiso admitir a otro hombre por Marianito, para que el niño no se sintiera dejado de lado. Los primeros años de convivencia sin don Mariano fueron de maravilla. Pero en la medida que la señora Elenita envejeció, se puso complicada. Insoportable, murmura su hijo, mientras intenta acomodarle los calzones.

Él pensó que una vez trabajando, su mamá aflojaría la vigilancia, pero no fue así. Lo controlaba a diario: la hora de levantarse, la ropa que compraba, la colonia que usa, la máquina de afeitar, las comidas.  Incluso, llevaba una exacta cuenta de los  25 minutos que su hijo  demoraba en llegar del trabajo a la casa.

Si Marianito optaba por salir con los colegas y saltarse la comida en casa, doña Elenita estallaba en una silenciosa ira. Cuando su hijo llegaba a casa, la encontraba sentada en la cocina, tejiendo y recalentando la cena, la que servía con una obsequiosa hostilidad.
Si rechazaba comer, argumentando que se había comido algo en el camino, su madre empezaba con los lamentos: que no es justo que no comiera lo que había preparado especialmente para él, que los tiempos no estaba para botar los alimentos, que le dolía la desconsideración de su único hijo.

La actitud de la mujer se mantenía por días, hasta que él le llevaba un engañito a la hora de comer. Entonces, ella lo calificaba como el mejor hijo del mundo. Lo abrazaba, lo colmaba de besos y atenciones y bajaba la agresividad, hasta que su retoño volvía a caer en falta.

Como nunca tuvo mucho carácter, Marianito disminuyó las salidas con los compañeros. Después, lisa y llanamente optó por negarse, pretextando que no podía dejar sola a su madre, hasta que los demás dejaron de invitarlo.

Pero a doña Elenita eso le dio lo mismo. Qué te importan los demás, hijo, si en el fondo nos tenemos los dos. Al principio, le encontraba razón, pero con los años, Marianito fue acumulando rabia y se volvió ducho en advertir las constantes manipulaciones de su madre.

Incapaz de gritarle todo lo que pensaba, optó por pequeños sabotajes. Deshacerle su eterno tejido, echarle sal de más a la comida, alimentar a los perros  vagos del barrio y no barrer las fecas que dejaban en la vereda. Dejar las ventanas abiertas en invierno y cerradas en verano.

Doña Elenita no quiso ver la declaración de guerra y optó por sentenciar que su hijo se había puesto olvidadizo y descuidado. De a poco, el rencor y el silencio se apropiaron de la casa.

Las cosas cambiaron abruptamente cuando Marianito llegó del trabajo y encontró a su madre reclinada sobre el sillón, con los ojos y la boca abiertos. Inmediatamente llamó a la ambulancia y cuando la examinaron los paramédicos, le dijeron que no había nada que hacer, por lo que llamaron a la gente de la morgue para que se la llevaran.
Por primera vez en años, se quedó solo en casa.

Y se dio cuenta que no sabía qué hacer. Pensó en partir a la botillería de la esquina y comprar una cerveza, un vino, un ron. Pero no fue capaz de salir a la calle y enfrentar las miradas de los vecinos, que lo verían comprando alcohol minutos después de que el vehículo partiera llevándose a doña Elenita.

Al final, se puso pijama, ordenó la casa y elegió la ropa para vestir a su mamá, sin espantarse al constatar que sentía más alivio que pena.

Optó por la falda negra que ocupaba en las ocasiones especiales y una blusa blanca, abotonada y en cuello en V. Lo que no encontró fueron cosméticos, porque su madre consideraba que eran no era una cosa que debieran usar las mujeres serias. Así que esta mañana, antes de partir a buscarla, pasó a una farmacia para comprar un juego de sombras, rubor y un labial.

Ahora, cuando ya han terminado de vestirla, procede a maquillarla. Con mano inexperta, aplica el colorete sobre las mejillas, le pone el pigmento oscuro en los ojos y le pinta los labios marcadamente. Sonríe, al pensar que ella le diría que así salen a la calle las bataclanas baratas.

Contempla el rostro de su madre, como si fuera un dibujo. El polvo se concentra en las arrugas, pero pese a eso, doña Elenita se ve liviana, cálida, despreocupada. Marianito le planta un beso en la frente y se aparta del cajón, para que el hombre de la funeraria lo selle y puedan salir de la morgue. 

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